En este 2008 que está cerca de finalizar, se cumple el cenenario de la publicación de la obra Sangre y Arena del valenciano Blasco Ibáñez. Una obra altamente recomendable y que ha sido versionada en el cine numerosas veces. Sangre y arena funciona como un eficacísimo melodrama. Sabemos esto desde el primer capítulo, donde aparece el protagonista, Gallardo, un tipo valiente cuyas aficiones de lidiador y alardes de serenidad le han granjeado el amor de la muchedumbre.
Torero de los de antaño, Gallardo coge los trastos de matar y encarna un estereotipo reiterado y eficiente: el del galán hispánico, vagamente confiado en el calor de su sangre, héroe por propia iniciativa de un drama que se dirime en el centro de la plaza.
Consciente de que el personaje no tiene mucho empuje introspectivo, Blasco lo manipula por medio de una minuciosa y coloreada escenografía.
quienes Sangre y arena les suene a cine, conviene recordarles que la novela también resulta cinematográfica. Esta presunción audiovisual se aplica a buen número de episodios, especialmente aquellos que, como el que ahora citamos, suceden en mitad del coso: «Avanzaban los toreros súbitamente empequeñecidos al pisar la arena por la grandeza de la perspectiva. Eran como muñequillos brillantes, de cuyos bordados sacaba el sol reflejos de iris.»
El auge de Gallardo se mide en triunfos profesionales (ovaciones, rabos y orejas) y en sobreentendidos machistas (amoríos furtivos que arrancan suspiros a su abnegada esposa). Para colmar el horizonte de expectativas de su auditorio, Blasco diseña un argumento poderosamente folletinesco. Y lo hace de manera magistral. Por medio de don José, el que hace oficios de apoderado, nuestro torero se codea con las personas de alta posición.
Durante uno de esos galanteos sevillanos, la arrogancia de Gallardo encuentra su reflejo en doña Sol, la sobrina del marqués de Moraima, una vampiresa a quien el escritor presenta sin medias tintas: «Su nombre de drama romántico cuadraba bien con lo original de su carácter y la independencia de sus costumbres».
Fascinado por un romance en el que se introducen placeres decadentes —cigarrillos de boquilla de oro, con sabor a opio—, Gallardo se deja llevar por doña Sol hasta el borde del abismo. La tragedia es irrefutable. Con todo, y aun atisbando aquello que al lector le es prometido, la novela avanza con enorme agilidad, riqueza de vocabulario y galas de estilo. Es literatura popular, y de la mejor ley. Por eso parece tan admirable dentro de un territorio, el melodramático, comúnmente lleno de decepciones.
El propio Blasco Ibáñez rodó su Sangre y arena en 1916, diez años antes que Niblo y cuarenta y cuatro antes que Robert Mamoulian. La obra del debutante valenciano, si bien no está dotada del ritmo de sus predecesoras (a veces se pierde en escenas excesivamente largas) sí destaca por el sentido de la estética cinematográfica. Si algunas novelas de Blasco hacen pensar que habría sido un excelente guionista, esta película sugiere que tras la cámara también habría realizado un gran papel.
Sangre y arena contiene todo lo necesario para que Hollywood lo impregne de su barniz estereotípico y simplón y lo facture como producto de éxito. No hay que olvidar que en 1922 la versión de Fred Niblo fue la quinta película más taquillera de Estados Unidos y por eso sus sucesoras reprodujeron los mismos tics, adaptados a distintas épocas, aunque con menor éxito.
Robert Mamoulian retomó la historia en 1941 con los guapísimos Tyrone Power, Rita Hayworth y Linda Darnell, dotándola de mayor química sexual entre los protagonistas y también de más sensiblería. En ese momento, el director apostaba por valores seguros (una historia muy eficaz y unos actores elevados a la categoría de estrellas), con lo que se puede decir que en 1941 Sangre y arena ascendió a la categoría de superproducción. Sin embargo, es difícil olvidar los juegos sadomasoquistas entre Rodolfo Valentino y Nita Naldi, así como la imponente presencia del actor en el ruedo.
Posteriormente, a finales de los ochenta, la historia volvió a rodarse, esta vez encabezada por una pérfida Sharon Stone, pero ya nunca volvió a ser lo mismo porque las traiciones en el ruedo, en el umbral del siglo XXI, habían quedado desfasadas para el gran público. Por cierto, que en esta co-producción se podía ver fugazmente al fallecido Antonio Flores, aportando color español al coro de secundarios.
Y, a modo de anécdota, mencionar que Sangre y arena también ha dado lugar a parodias, muestra de su relevancia en el cine: Mud and Sand (Barro y arena) en 1922, con Stan Laurel; Bull and Sand (Toro y arena), dos años después y Ni sangre ni arena, con el genial Cantinflas en 1941.
Torero de los de antaño, Gallardo coge los trastos de matar y encarna un estereotipo reiterado y eficiente: el del galán hispánico, vagamente confiado en el calor de su sangre, héroe por propia iniciativa de un drama que se dirime en el centro de la plaza.
Consciente de que el personaje no tiene mucho empuje introspectivo, Blasco lo manipula por medio de una minuciosa y coloreada escenografía.
quienes Sangre y arena les suene a cine, conviene recordarles que la novela también resulta cinematográfica. Esta presunción audiovisual se aplica a buen número de episodios, especialmente aquellos que, como el que ahora citamos, suceden en mitad del coso: «Avanzaban los toreros súbitamente empequeñecidos al pisar la arena por la grandeza de la perspectiva. Eran como muñequillos brillantes, de cuyos bordados sacaba el sol reflejos de iris.»
El auge de Gallardo se mide en triunfos profesionales (ovaciones, rabos y orejas) y en sobreentendidos machistas (amoríos furtivos que arrancan suspiros a su abnegada esposa). Para colmar el horizonte de expectativas de su auditorio, Blasco diseña un argumento poderosamente folletinesco. Y lo hace de manera magistral. Por medio de don José, el que hace oficios de apoderado, nuestro torero se codea con las personas de alta posición.
Durante uno de esos galanteos sevillanos, la arrogancia de Gallardo encuentra su reflejo en doña Sol, la sobrina del marqués de Moraima, una vampiresa a quien el escritor presenta sin medias tintas: «Su nombre de drama romántico cuadraba bien con lo original de su carácter y la independencia de sus costumbres».
Fascinado por un romance en el que se introducen placeres decadentes —cigarrillos de boquilla de oro, con sabor a opio—, Gallardo se deja llevar por doña Sol hasta el borde del abismo. La tragedia es irrefutable. Con todo, y aun atisbando aquello que al lector le es prometido, la novela avanza con enorme agilidad, riqueza de vocabulario y galas de estilo. Es literatura popular, y de la mejor ley. Por eso parece tan admirable dentro de un territorio, el melodramático, comúnmente lleno de decepciones.
El propio Blasco Ibáñez rodó su Sangre y arena en 1916, diez años antes que Niblo y cuarenta y cuatro antes que Robert Mamoulian. La obra del debutante valenciano, si bien no está dotada del ritmo de sus predecesoras (a veces se pierde en escenas excesivamente largas) sí destaca por el sentido de la estética cinematográfica. Si algunas novelas de Blasco hacen pensar que habría sido un excelente guionista, esta película sugiere que tras la cámara también habría realizado un gran papel.
Sangre y arena contiene todo lo necesario para que Hollywood lo impregne de su barniz estereotípico y simplón y lo facture como producto de éxito. No hay que olvidar que en 1922 la versión de Fred Niblo fue la quinta película más taquillera de Estados Unidos y por eso sus sucesoras reprodujeron los mismos tics, adaptados a distintas épocas, aunque con menor éxito.
Robert Mamoulian retomó la historia en 1941 con los guapísimos Tyrone Power, Rita Hayworth y Linda Darnell, dotándola de mayor química sexual entre los protagonistas y también de más sensiblería. En ese momento, el director apostaba por valores seguros (una historia muy eficaz y unos actores elevados a la categoría de estrellas), con lo que se puede decir que en 1941 Sangre y arena ascendió a la categoría de superproducción. Sin embargo, es difícil olvidar los juegos sadomasoquistas entre Rodolfo Valentino y Nita Naldi, así como la imponente presencia del actor en el ruedo.
Posteriormente, a finales de los ochenta, la historia volvió a rodarse, esta vez encabezada por una pérfida Sharon Stone, pero ya nunca volvió a ser lo mismo porque las traiciones en el ruedo, en el umbral del siglo XXI, habían quedado desfasadas para el gran público. Por cierto, que en esta co-producción se podía ver fugazmente al fallecido Antonio Flores, aportando color español al coro de secundarios.
Y, a modo de anécdota, mencionar que Sangre y arena también ha dado lugar a parodias, muestra de su relevancia en el cine: Mud and Sand (Barro y arena) en 1922, con Stan Laurel; Bull and Sand (Toro y arena), dos años después y Ni sangre ni arena, con el genial Cantinflas en 1941.
1 comentario:
Estupenda entrada, Aitor, y preciosas las sugerencias, tanto la de literatura como la cinematográfica.
Como película, creo haber visto varias versiones de "Sangre y arena", pero el libro no me suena haberlo leído; por lo que, aunque tengo varios pendientes, me apunto tu sugerencia y la daré un carácter preferente.
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