¡Quién lo diría! La antaño coqueta plaza de Cervantes, actualmente en periodo de renovación, fue en un momento determinado de su historia el lugar elegido por las mujeres donostiarras para presenciar uno de los espectáculos de la Semana Grande que, aunque no figuraba en el programa oficial, reunía a gran número de aficionados: los encierros de toros.
Cuentan las crónicas que una semana antes del comienzo de la temporada taurina, cuando existía la plaza de toros de San Martín, en el mercado de nuestros días, inaugurada en 1851, era costumbre que los toros llegaran hasta el alto de Oriamendi o Miramón, desde donde bajaban hasta Morlans, lugar al que se dirigían los amantes de la fiesta para poderlos observar.
Los días de corrida, muy de mañana, casi antes de que amaneciera, los jóvenes se acercaban hasta los corralillos, aunque la mayoría, nos dice 'Calei Cale', se quedaba en la recta de la hoy calle Urbieta, donde recibirían al ganado en tanto que las mujeres, precavidas ellas, se situaban en la citada plaza de Cervantes, subidas ya fuera en la casa de arbitrios ya en los retretes, desde donde podían presenciar todo el encierro y la entrada de los toros en la plaza.
«Los toros, mezclados con los pacíficos mansos, sigue escribiendo el cronista, cuyos cencerros aumentaban el temor y la alarma, perseguían a los aficionados». Los encierros apenas duraban tres minutos y siguieron celebrándose en este lugar hasta que se clausurara la plaza y se construyó la de Atocha en 1876.
No siempre la fiesta estaba bien vista, por lo peligroso de la misma, siendo así que en ocasiones las autoridades llegaron a no anunciar donde descansaban los toros hasta su traslado a la plaza. Con el coso taurino allá en la lejanía de Eguía fue necesario modificar el recorrido de los encierros, habiendo años en los que no se sabía, hasta llegado el momento, si llegarían a la nueva plaza por Amara o por Loyola, produciéndose anécdotas como las de encontrarse los aficionados con los toros en pleno recorrido, mientras seguían buscando cuál sería el trayecto a realizar.
El encierrillo, por utilizar términos sanfermineros, se producía entre Oriamendi o Miramón y Morlans o Loyola y desde aquí, en encierro, hasta los corrales de la plaza. El caserío Irayenea, la cuesta de Piñueta y el palacio de Alcolea eran puntos fijos del nuevo recorrido donde se esperaba el paso de la manada antes de su llegada al paseo de Atocha. Por la tarde, en la arena, Frascuelo, Lagartijo, Mazzantini, El Gallo o Cara Ancha se encargarían de su lidia.
Así fue, si así os parece, que diría el dramaturgo, hasta que llamando a las puertas el siglo XX la autoridad competente consideró el encierro una actividad en exceso peligrosa y decidió prohibirla como poco más tarde, en 1902, prohibió la sokamuturra o bueyes ensogados, no sin las considerables protestas del respetable que no consiguieron otra cosa que algunos lesionados y detenidos.
Ha pasado algo más de un siglo y más antes que después la plaza de Cervantes volverá a exhibir sus mejores galas donde cada Semana Grande, no ya las mujeres sino la ciudadanía en pleno, buscará refugio ante los falsos morlacos acartonados que forman la manada de ese original invento donostiarra, pionero y bien recibido, de los encierros de toros de fuego.
Fuente: Diario Vasco
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